jueves, 18 de febrero de 2010

Una pareja y sus tres hijas, intoxicadas por un brasero en un adosado de Parquesol que forzaron al verse en la calle tras perder el trabajo

Su aspecto es imponente. Más de doscientos metros cuadrados distribuidos en tres plantas más el sótano. Alguna familia debió ser feliz entre los muros del adosado del número 4 de la calle Manuel Azaña. Pero algo cambió. El banco embargó la vivienda hace cinco años y así, deshabitada, permaneció todo este tiempo hasta hace un mes. Unas chinchetas sujetando la cerradura y la falta de luz son los únicos símbolos de que algo ocurre en el opulento edificio.
Sus paredes ocultan una historia tremenda que da fe de la virulencia de la situación económica a cuenta de la cacareada crisis. Para hablar con sus nuevos inquilinos es necesario aporrear la puerta -no funcionan los timbres por la falta de electricidad- con fuerza hasta que aparece un joven corpulento. Se llama Kirilos y es griego. Vive con su compañera sentimental y con las tres hijas adolescentes de ella. Cuatro de ellos, todos menos la menor de 15 años, resultaron intoxicados al filo de la medianoche del martes. Su llamada al 112 ya mostraba algo extraño: «Nos hemos intoxicado con una estufa de carbón». ¿Carbón en un adosado de lujo en pleno corazón de Parquesol?
Y así era. Sí, carbón. Kirilos, que recibió el alta al igual que su familia a lo largo de la mañana de ayer, explica el por qué en un perfecto castellano: «Yo trabajaba en la construcción y todo nos iba bien hasta que perdí el trabajo hace un año y tres meses.» Después se acabó el paro. Luego «llegó el embargo» de sus pertenencias. Días después tuvieron que dejar la casa de alquiler en la que vivían en la calle Adolfo Miaja de la Muela, en el mismo barrio. «Vendimos los muebles y, cuando la asistenta social nos dijo que podían tardar tres meses en ofrecernos una casa temporal tuve que hacer algo que nunca en mi vida hubiera imaginado». El obrero conocía la existencia del adosado y no se lo pensó dos veces: «O le daba una patada a la puerta y nos metíamos aquí para tener, al menos, un techo o nos íbamos con las niñas a vivir debajo de un puente».
Kirilos, de 29 años, y su novia, de 42 -sus hijas tienen 15, 16 y 19 años-, se vieron ese día, hace poco más de un mes, como 'okupas' en una vivienda propiedad de un banco, fruto presumiblemente de alguna otra tragedia familiar y laboral, en la que no había ni luz ni gas. Sólo el agua, fría como un témpano de hielo, sigue corriendo por las tuberías.
«¿Qué podíamos hacer?», se pregunta Kirilos sin poder evitar que los ojos se le humedezcan mientras expone sus motivos. «Mi mujer -ella sí es vallisoletana- sólo cobra 420 euros de la ayuda de emergencia y yo no tengo ni paro», relata antes de aclarar que cada mañana se levanta al alba para salir en busca de un puesto de trabajo que les devuelva a la 'vida normal' que llevaban hasta que la crisis se cebó con ellos, y con las niñas, hace un año.
No podían irse demasiado lejos porque la pequeña acude a un instituto de Parquesol y la pareja quiere que termine allí sus estudios. La mediana hace peluquería y la mayor, de 19 años, «está también buscando trabajo para ver si puede echar una mano», resume Kirilos, quien precisa que a las tres las quiere «como si fueran mis hijas». Y por ellas, precisamente, hizo lo que hizo. «Tenía que darles un techo y aguantar el chaparrón hasta que consigamos que nos dejen una casa o encuentre un trabajo para volver a pagar un alquiler».
«No me arrepiento»
Su aspecto y sus modales dejan bien claro que no se trata de okupas al uso. Tanto es así que el cabeza de familia intentó dar de alta la luz y «pagar al menos esa factura». Fue entonces cuando descubrió que la casa estaba embargada por un banco. «Puse el contador y di el alta dos veces, pero me lo quitaron a los dos días y el banco nos denunció».
Ahora viven con «cuatro colchones» cogidos de la calle, unas pocas cajas de ropa -lo único que pudieron salvar de su vida anterior- y frío, «muchísimo frío». Tanto como para calentarse con un brasero y carbón vegetal. El mismo que el martes les jugó una mala pasada. Los cuatro intoxicados fueron evacuados al Río Hortega y tres de ellos, todos menos la joven de 16 años, fueron recibiendo el alta en las horas siguientes. La chica fue trasladada al Hospital de Valdecilla (Santander) y regresó a 'casa', una vez «curada», a las cuatro de la tarde.
La intoxicación rubricó uno de los peores días de esta familia de la crisis al producirse sólo unas pocas horas después de que una pareja de policías nacionales les entregaran una citación para acudir al juzgado a responder por el proceso de desahucio iniciado por el banco propietario del adosado en el que viven.
«No sé si me van a meter en la cárcel o lo que sea, pero no me arrepiento de lo que he hecho porque no pienso dejar a las niñas en la calle», sentencia Kirilos ya sin poder reprimir las lágrimas. Y su tono de voz, entre quebrado y dejando entrever un hilo de la poca dignidad que le queda, pone los pelos de punta. El obrero griego confía en que la asistenta social pueda «agilizar nuestra petición para que podamos irnos de aquí cuanto antes, ya que nos ha dicho que cumplimos todos los requisitos, y dejar la casa -sólo rompieron el bombín y colocaron otro- tal y como la encontramos».
El adosado seguirá hasta entonces iluminado por la noche por la tenue luz de las velas. Sus moradores dormirán acurrucados al calor de una estufa de butano, que ayer mismo les regaló Cáritas, soñando con un pasado mejor y un futuro incierto. Sus vidas dependen ahora de la rapidez burocrática de los servicios sociales. Una simple firma devolverá la vida a esta familia.