lunes, 21 de diciembre de 2009

El fin del boom inmobiliario y sus consecuencias

José Manuel Naredo

Introducción.
La larga duración de la fase alcista del presente ciclo indujo a considerarla como algo normal y permanente. De ahí que la irrupción de la crisis no sólo haya causado perplejidad sino que ha tendido a percibirse como algo raro y transitorio, olvidando que
la intensidad del auge suele presagiar la intensidad del declive. En lo que sigue trataremos de escapar a estos espejismos considerando la crisis como mero fruto de los desequilibrios provocados por la euforia económica precedente. A la hora de interpretar la crisis, hay analistas que subrayan los aspectos más nuevos o peculiares que la han provocado y otros que hacen hincapié en lo que de común tiene con las crisis anteriores.
En todas las crisis suelen convivir dimensiones nuevas y antiguas. En lo que sigue empezaré por presentar el trasfondo general en el que se produce esta crisis marcado por mutaciones del capitalismo de las que no se suele hablar, ya que vienen eclipsadas por la ideología económica dominante con sus enfoques de la producción y el crecimiento. Centraremos después la reflexión en la burbuja inmobiliaria, habida cuenta el peso tan determinante que ha tenido en nuestro país durante el auge y que está teniendo y tendrá en el declive del presente ciclo económico.

Trasfondo de la crisis: la deriva del capitalismo hacia la adquisición de riquezas preexistentes Rara vez se habla de que la crisis actual se ve agravada por la deriva que ha venido mostrando el capitalismo hacia la adquisición de riquezas preexistentes (Naredo, 2007) acentuando la dimensión especulativa de la mayor parte de las inversiones acometidas durante el auge. Éstas se han dirigido mayoritariamente a financiar operaciones de compraventa de títulos, empresas, terrenos,… o inmuebles, más orientadas a obtener plusvalías que a producir bienes y servicios asociados a una mejor calidad de vida de la población. En nuestro país la burbuja inmobiliaria y sus derivados constructivos han llegado a absorber cerca del 70 % del crédito al sector privado y a extender el virus de la especulación por todo el cuerpo social, a la vez que se sobredimensionaba el suelo urbanizable y el parque de viviendas secundarias y/o desocupadas, ocasionando una superdestrucción de los asentamientos, los ecosistemas y los paisajes precedentes. Lo que hace que todo el mundo sufra el “deterioro ambiental” y que muchos tengan que acabar pagando el aquelarre de beneficios y plusvalías obtenidos por unos pocos durante el auge, en un juego económico que necesitaba expandirse continuamente para evitar su derrumbe. Esta huída hacia adelante reclamaba una creciente necesidad de financiación que sentenciaba al presente ciclo alcista a morir, tarde o temprano, por estrangulamiento financiero (como hemos venido advirtiendo desde hace tiempo en diversas ublicaciones, de las que remitimos a la última: Naredo, Carpintero y Marcos, 2008, Cap. I. “La revalorización de la vivienda y su financiación”, pp. 73-78).
Sin embargo, la ideología económica dominante dificulta la comprensión de las mutaciones que ha observado el capitalismo al desplazar su actividad desde la producción de riqueza hacia la adquisición de la misma, con ayuda de la financiarización de la economía y del recurso a operaciones y megaproyectos apoyados
por el poder. Pues la metáfora de la producción oculta la realidad de la extracción y adquisición de riqueza. Y la idea de mercado soslaya la intervención del poder en el proceso económico. El desplazamiento y la concentración del poder hacia el campo
económico-empresarial hace que hoy existan empresas capaces de crear dinero, de conseguir privatizaciones, recalificaciones, concesiones, contratas,…y de manipular la opinión, polarizando así el propio mundo empresarial. Si antes el Estado controlaba a
las empresas ahora hay empresas y empresarios que controlan y utilizan el Estado y los media en beneficio propio, mostrando que el capitalismo de los poderosos es sólo liberal y antiestatal a medias. Es liberal para solicitar plena libertad de explotación, pero no
para promover recalificaciones y concesiones en beneficio propio. Y es antiestatal para despojar al Estado de sus riquezas, pero no para conseguir que las ayudas e intervenciones estatales alimenten sus negocios. De ahí que calificar de (neo)liberal al capitalismo de los poderosos es hacerle un inmenso favor, al encubrir el intervencionismo discrecional tan potente en el que normalmente se apoya, permitiendo que los nuevos caciques vayan impunemente por la vida presumiendo de (neo)liberales.
Intervencionismo que ha culminado al calor de la crisis con las suculentas ayudas a las empresas que evidencian la ley del embudo, consistente en privatizar beneficios y socializar pérdidas, que están imponiendo los nuevos caciques al conjunto de la población.
La actual refundación oligárquica del poder plasmada en un neocaciquismo disfrazado de democracia ha desatado una nueva fase de acumulación capitalista (Naredo, 2007). En esta fase los más poderosos son capaces de emitir acciones y otros títulos que suplen las funciones del dinero contando, así, con medios de financiación sin precedentes que les permiten adquirir las propiedades del capitalismo local y del Estado, y con el poder necesario para promover, con ayuda estatal, megaproyectos de dudoso interés social y operaciones extremadamente lucrativas. El sistema monetario internacional facilita la creación de ese dinero financiero que se sostiene a base de atraer el ahorro, incluso de los más pobres, hacia la compra de los pasivos no exigibles que
emiten los más ricos, generando procesos especulativos que acentúan los vaivenes cíclicos y la volatilidad de las cotizaciones. En esta fase, en la que predomina la adquisición sobre la producción de riqueza, los beneficios empresariales y el crecimiento de los agregados económicos de rigor, ya no suponen mejoras generalizadas en la calidad de vida de la mayoría de la población, que tiene que sufragar el festín de beneficios, plusvalías y comisiones originado, acentuando la polarización social. Pero la
sociedad, adormecida por la ideología dominante, sigue sin preocuparse del contenido concreto y las implicaciones de esos agregados monetarios cuyo crecimiento indiscriminado desea y defiende.
La deriva hacia la adquisición de la riqueza se produjo de la mano de la hiperdimensión del juego inmobiliario-financiero y demás procesos especulativos que, por su propia naturaleza, desembocan en situaciones críticas, al ser económicamente insostenibles. Este panorama resulta socialmente aceptable en la medida en la que una
ingente liquidez nueva alimenta la máquina corrupta del crecimiento económico, de cuyas migajas viven también los pobres. De ahí que cuando el pulso de la coyuntura económica decae se quiera “inyectar” más y más liquidez a toda costa ―como muestra la reciente cumbre del G-20― para que la fiesta de adquisición de riqueza continúe y rebose lo más posible, alcanzando a buena parte de la población. El crecimiento actúa, así, como una droga que adormece los conflictos y las conciencias y crea adicción en todo el cuerpo social. Pero cuando decae o se para el malestar resurge con fuerza, invitando peligrosamente a mirar hacia atrás y a ver las ruinas que ha ido dejando, jalonadas de grave deterioro ecológico, de angustioso endeudamiento económico, de bancarrota moral y de severo empobrecimiento social al haber acentuado el servilismo, espoleado por la envidia y la avaricia.
(...)

España líder del auge inmobiliario.
(...)
Cuando España llegó a disponer ya de más viviendas y kilómetros de autopista per capita que en todos los otros países europeos, el auge inmobiliario empezó a acusar síntomas de agotamiento. No han sido los límites ecológicos, ni los límites de una demografía que no alcanza a habitar un parque de viviendas cada vez más sobredimensionado los que acabaron frenando el presente boom inmobiliario, sino los límites financieros, como había ocurrido en los ciclos anteriores. Pero la novedad que explica la notoria intensidad y duración de este auge inmobiliario arranca de que, con la desaparición de la peseta y el advenimiento del euro, desapareció también el freno que planteaba a las coyunturas alcistas la limitada capacidad de financiación disponible. Estas morían tradicionalmente porque el endeudamiento interno y externo erosionaba la cotización de la peseta y obligaba a devaluarla para restaurar el equilibrio exterior y a aplicar programas de “ajuste” para recortar el excesivo endeudamiento. Sin embargo, actualmente, el paraguas del euro ha permitido prolongar el endeudamiento de la economía española hasta límites difíciles de imaginar, a la vez que el “maná” de los fondos europeos posibilitó cuantiosas inversiones en infraestructuras. Por primera vez,
no solo demandaron financiación neta las empresas, sino hasta los propios hogares, para financiar el boom inmobiliario, que acusaron por cuarto año consecutivo un déficit de financiación neta cuya financiación exigían a la banca, en vez de ofrecérsela como había
sido habitual: los créditos que solicitaban los hogares superaron así sistemáticamente al aumento de sus depósitos. Además, con la solvencia del euro aumentó el peso de la inversión extrajera en inmuebles, que se sumó a la financiación interna para reforzar el
auge inmobiliario a costa de hacerlo más dependiente de la coyuntura internacional. Precisamente la caída de la inversión extranjera en inmuebles, unida a la salida de la inversión inmobiliaria española hacia el exterior, anticiparon con años de antelación el actual declive inmobiliario interno, más tarde reforzado por la crisis hipotecaria de Estados Unidos, la desconfianza de los inversores y el enfriamiento de la coyuntura
económica internacional.

España líder del riesgo inmobiliario.
Llegados a este punto, cabe subrayar los riesgos en los que se ha ido incurriendo para financiar el auge. En primer lugar hay que recordar que, si bien la subida de precios protagonizó en España el auge inmobiliario de los ochenta, la construcción y el endeudamiento tuvieron entonces escasa incidencia. Pero no ocurre lo mismo en el ciclo actual en el que la importante construcción nueva demandó una financiación adicional
sin precedentes, haciendo que el endeudamiento hipotecario de los hogares respecto a su renta disponible se situara al final del ciclo por encima del de todos los países de nuestro entorno, incluido Estados Unidos (Naredo, Carpintero y Marcos, 2007 y 2008).
Y el riesgo de los hogares se acentúa por el hecho de que España es el país europeo con mayor porcentaje de crédito hipotecario contratado a interés variable, en momentos en los que los tipos de interés alcanzaron mínimos históricos. Por otra parte, si al crédito
hipotecario de los hogares se añade el contraído por las empresas inmobiliarias y constructoras, se llega a la conclusión de que la exposición de cajas y bancos al riesgo inmobiliario es mayor en España que en todos los países de nuestro entorno, incluido
Estados Unidos. Conscientes de este riesgo, las entidades financieras han conseguido “titulizar” más de un tercio de su deuda hipotecaria, traspasando así el riesgo a los compradores de los títulos emitidos, aunque la mayor conciencia actual de este riesgo
ha encarecido y frenado este proceso.
(...)

Perspectivas: precios inmobiliarios y actividad.
¿Hasta qué punto están cayendo y hasta dónde caerán los precios de la vivienda?; ¿hasta qué punto y hasta cuándo se traducirá el desplome inmobiliario en recesión económica generalizada?; ¿quién acabará pagando los platos rotos de la fiesta inmobiliaria? Estas preguntas arreciaron desde que la coyuntura económica evidenció su caída desde principios de 2008.
Cuando el mercado inmobiliario se enfría, el número de operaciones disminuye y el período de venta se dilata, haciendo que los oferentes más necesitados de liquidez acaben vendiendo sus viviendas a precios muy inferiores a los de tasación y también de
los precios de los anuncios. Pero en nuestro país las caídas de precios, ya observadas por los operadores del sector, no han tenido un reflejo estadístico claro e inmediato. Este contexto de opacidad informativa tiende a evitar ajustes bruscos vía precios, al mantener
ciertos “precios de consenso” que se supone valen las viviendas por encima de los de mercado a costa de forzar la iliquidez del patrimonio inmobiliario así valorado y de prolongar artificialmente los períodos de venta, para que la inflación diluya el ajuste a lo
largo del tiempo. Pero a la vez que se trata de evitar el ajuste vía precios, se fuerza sin querer el ajuste en cantidades, reflejado en el desplome de la construcción de vivienda nueva observado en el año en curso. Entidades del sector estiman que en 2008 se construirán seiscientas mil de viviendas menos que el año anterior con un recorte de más de un millón de empleos.
(...)
En primer lugar hay que precisar que el índice oficial de precios de la vivienda que elabora trimestralmente el Ministerio de Vivienda (IPVmv) no recoge verdaderos precios de mercado, sino precios que imputan a las viviendas las empresas de tasación de inmuebles. El hecho de que las empresas de tasación trabajen mayoritariamente para las entidades financieras y que éstas no vean con buenos ojos que los precios de tasación caigan por debajo de los valores hipotecados, hace dudar de la objetividad de esta fuente en momentos de declive.
(...)
Pero subrayemos antes que el mencionado oscurantismo de los precios inmobiliarios parece impropio de un país que se dice moderno y desarrollado, y en el que el mercado inmobiliario ha tenido una importancia económica tan manifiesta. No cabe imaginar que solo hubiera una estadística de precios de las operaciones bursátiles, que elaboraran cada tres meses determinadas empresas de tasación encargadas de atribuir valor a las acciones y que, para colmo, esas empresas dependieran o, incluso, estuvieran participadas por las entidades que financiaban esas operaciones. Se ha hablado mucho de la responsabilidad de las empresas extranjeras de rating en la desconfianza que se extendió en el mundo empresarial durante la crisis actual, pero poco o nada se ha hablado de las empresas españolas de tasación: se veía la paja en el ojo ajeno, pero no la viga en el propio. Al igual que se ha hablado mucho de las hipotecas subprime, o de alto riesgo tan atractivamente “estructuradas”, y de que la banca española había
permanecido bastante indemne a ese producto, presuponiendo que ello era debido a que nuestra normativa era mejor y nuestros banqueros más hábiles que los de los otros países afectados. Con ello se oculta que si las entidades financieras españolas no
compraron apenas esos “atractivos” productos fue, sobre todo, porque trataban denodadamente de obtener financiación neta del exterior, titulizando sus propias hipotecas al igual que los EEUU, y no de colocar fuera un exceso de liquidez comprando títulos. Las entidades financieras españolas no necesitaban comprar hipotecas negociadas en EEUU, cuando la demanda interna de hipotecas crecía como la espuma y necesitaban endeudarse fuera para poder financiarlas in situ. Ciertamente, las entidades financieras españolas no necesitaban comprar hipotecas subprime, o de alto riesgo, fuera cuando apenas daban abasto para conceder las propias hipotecas “subprime a la española” ―al decir del fino analista y amigo Anselmo Calleja (Calleja, 2008)― pues
hipotecas de alto riesgo son, en general, las contratadas a tipo de interés variable cuando los tipos eran anormalmente bajos, con tasaciones que superaban normalmente los precios efectivos de mercado y con una actividad desbordante y una ocupación de la
mano de obra que rozaba el pleno empleo.
(...)
La disyuntiva está clara: o se trata de mantener la tradicional opacidad estadística sobre el mercado inmobiliario postergando el ajuste vía precios, o se trata de favorecer este ajuste potenciando la entrada de nuevos mecanismos que aporten agilidad y transparencia sobre los precios de las operaciones efectivas, facilitando la realización de activos mediante procedimientos de subasta amplia e informada comparables a los que existen en los mercados bursátiles. En cualquier caso los precios de la vivienda ya están bajando y, por mucho que se haga por ocultarlo, esta bajada acabará evidenciando que el “aterrizaje suave” pronosticado tampoco se observa en los precios de mercado.
Pero cualquiera que sea el contexto mencionado no evita el riesgo al que se ven sometidos las empresas y los hogares implicados, que se ha agravado ostensiblemente con la caída de la actividad económica general, que resultaba previsible dado el gran
peso de la actividad constructiva e inmobiliaria y el panorama incierto de la coyuntura internacional. Aunque, como hemos indicado, el auge inmobiliario contribuyó a extender el virus de la especulación inmobiliaria por todo el cuerpo social, el 65 % de los propietarios de bienes inmuebles escasamente podrán beneficiarse con su venta, ya que (según el Catastro) son titulares de un único bien, normalmente coincidente con su vivienda principal, y el 57 % de la deuda de los hogares corresponde precisamente a la vivienda principal (según la Encuesta Financiera de las Familias (EFF) del Banco de España). Resulta inquietante observar que cerca del 60 % de esta deuda se proyectó sobre la mitad de los hogares con menos patrimonio y que, por término medio, el pago de deudas de los hogares supone el 17 % de su renta disponible, elevándose notablemente este porcentaje entre los hogares con menos renta (este porcentaje supera el 40 % en cerca de la mitad del 20 % de los hogares con menos renta, como puede constatarse en Naredo, Carpintero y Marcos, 2008, p. 182, Cuadro III.1.5.1). Vemos, pues, que son los hogares más pobres y endeudados los que seguirán pagando durante decenios las plusvalías realizadas por otros, aunque sus viviendas bajen de precio.
(...)

Errores de diagnóstico, iresponsabilidad y servilismo
profesionalizado económica.
(...)
Me consta que, entre los economistas más próximos al poder político y/o empresarial, estaba mal visto reconocer públicamente la propia existencia de la burbuja inmobiliaria como no fuera para afirmar, a modo de mantra o conjuro repetitivo, que el “aterrizaje sería suave” a fin de no desanimar a los compradores de inmuebles, ni siquiera en la fase final y más comprometida del ciclo. Recordemos que, hasta que se impuso la evidencia, estuvo vetado hablar de crisis y que quien subrayara los desequilibrios o problemas de la economía española corría el riesgo de ser acusado de antipatriota. Ni los avisos esporádicos del Banco de España, ni los trabajos de algunos analistas aislados pudieron romper, así, el coro de complacencia entonado por los profesionales, empresarios y políticos de un sector y de un país que acostumbran a
premiar la obediencia servil y a despreciar la inteligencia. Pues, paradójicamente, la autocensura implícita se extendió mucho más entre los analistas durante la democracia, de lo que lo hizo la censura burocrática durante el franquismo, dado que entonces se
dibujaba más nítidamente la frontera entre técnicos y políticos.

Disyuntiva de la presente crisis: reconvertir o
apuntalar el actual modelo económico.
(...)
¿Podrán los nuevos estímulos hacer que la situación repunte, sin a penas sanear la situación y sin cambiar las reglas de funcionamiento del sistema? Sin duda, pero el largo período de auge observado recientemente a escala planetaria no tiene visos de repetirse, ya que el nuevo crecimiento económico desembocará en un encadenamiento de burbujas en el que la inestabilidad será la norma. Esta será la consecuencia del predominio cada vez más absoluto de la pugna por la adquisición de riqueza en un juego económico en el que el crecimiento de los agregados podrá avanzar en paralelo con el deterioro de la calidad de vida de la mayoría de la población y de su entorno físico y social.

---o0o---
Teniendo en cuenta que este texto va destinado a la Revista de economía crítica, he de acabar subrayando que la economía crítica no solo ha de diferenciarse de la economía ordinaria por sus enfoques y metas, sino también por su ética profesional. La economía ordinaria se vanagloria de haberse independizado de la moral, pero en realidad hace cada vez más las veces de apologética del statu quo, sacrificando ―como hemos visto― a la complacencia con éste su capacidad de interpretación y predicción y su posible función social. Sin embargo, la economía crítica debe cuidar estas funciones, por mucho que su discurso incomode a los poderes establecidos y sea objeto de ninguneos y represalias. A mi juicio la economía crítica debe hacer gala de una libertad y una ética profesional cuya solidez contraste con el ejercicio de la profesión más servil y acomodaticio a las exigencias del poder que vienen practicando buena parte de nuestros colegas desde las filas de la economía ordinaria, en universidades, empresas, consultorías o administraciones, a menudo, incluso, sin tener clara conciencia de ello.
En suma, que la economía crítica está llamada a dignificar con su ejemplo la profesión de economista y a revitalizar una ética profesional y política que se encuentra bajo mínimos en nuestro país.